10 febrero, 2013

Elogio de las puertas cerradas (Ignacio Etchart)


                Señores, la tan llamada literatura comprometida es hija del vértigo o del comercio, y bien por lo general de ambos. Esto es: después de la guerra la peste vende, después de faltantes las plazas vacías. Acá al «compromiso» lo llamo «atendé al mercado». ¡Compromiso, y a donde mande el deber! Pero ¿no los obliga a sospecha tanta aceptación, tanto deber cumplido? Quieren ser unos con la demanda y nos critican la libertad: métanse el compromiso en el orto. Seamos claros: no hubo, hay ni habrá arte auténtico que milite, o si milita es por lo humano universal. Dios o el César, si quieren, patria o arte. Lo cual me lleva al segundo punto: el arte es arte de lo universal. Acá entra lo del miedo a las alturas, lo del viejo auditorio de los confirmados. O sea que inflan el pecho con su crol en la pecera, con su auditorio de tal o cual «ismo», y no se dan cuenta de que están limitando el goce. ¿No es evidente? Un arte de patas cortas es un arte de mentira. Y ¿qué derecho tiene el artista a seleccionar su público, a privar de su arte a otro por las razones que fueran?, o ¿quién le dio derecho al artista a volver selecto el goce? «Vos no entendés», termina siempre, «¡La pena es la pena nuestra! ¡Nuestro el dolor, de ellos no! ¡Ellos no saben!». Señores, la pena es vasta. Nadie va a entender si seguimos acotando. Claro. Sí. Les gustaron los pies calentitos… pero es porque están pisando mierda. ¿Cuál es el pedido? El de siempre, que desalojen. ¿Que no, que no desalojan? Se me sientan a un costado y me ensucian lo menos posible, entonces. Y me sacan los pies inmundos de la cara.